25 de julio de 2012

El verdugo del cacique tuerto



 En Villanueva, La Guajira, Wilson José Peñaloza Barreto, más conocido con Icho,
 muestra la honda con la que le apuntó al racimo de mango, detonante del
 imprevisto suceso. Foto: Gregorio Peñaloza. 


Por: Gregorio Peñaloza S.
twitter: @pegnaloza


La frase, que más parecía el titular de un periódico de crónica roja, estaba acompañada por la imagen de un hombre moreno y delgado, de pelo grisáceo, aspecto humilde y que usa anteojos: “Este es Icho, la joya que le sacó el ojo a Diomedes”, decía.
Enseguida, por el chat del blackberry, le pregunté a mi contacto a qué se referían la foto y el estado de su pin. La respuesta no tardó más de treinta segundos y confirmó lo que para mí había sido un simple rumor de marras: el cantante de vallenatos Diomedes Díaz perdió el ojo derecho cuando vivía en Villanueva (La Guajira), víctima de una pedrada que le asestó un amigo de infancia.
¿Y cómo hago para localizar al tal Icho? –pregunté.
Vive en Villanueva, dos calles abajo de la esquina de Chayo Cárdenas –me respondió de inmediato.

Luego de la confirmación decidí buscar al agresor para que me contara con detalles. Del incidente ya han pasado 45 años, pero Wilson José Peñaloza Barreto, más conocido como Icho, lo recuerda a la perfección. Y no es para menos, el susto fue mayúsculo, la sangre que brotaba del ojo derecho de Diomedes hacía mucho más escandalosa la escena, que dio por terminado un día cualquiera de aventura por el monte.

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Tras presentarme, los saludos de rigor y hacer un breve recorrido por la humilde vivienda, se queda mirándome fijo a los ojos y me dispara con: ¿Te gusta el patio? El tufo que emana me hace pestañear, me repongo en menos de dos segundos y le digo que sí, pero en realidad el patio no me gusta, es grande y fresco, pero estando allí es imposible no sentirse arrinconado por la pobreza, tiene de todo y no tiene nada, y hasta parece que uno mismo hace parte del desorden.
Un fogón de leña, el tendedero con ropa vieja y multicolor, un par de pollos que caminan dando la impresión de estar perdidos, la infaltable gallina, una hamaca, un palo de níspero, uno de achote, uno de guanábana, uno de cotoprí, dos palos de mango de hilaza y dos matas de plátano son el inventario completo de esa porción de la casa.

Para entrevistar a Icho hay que llenarse de paciencia debido a su sordera avanzada. Las preguntas hay que repetirlas para asegurarse de que las recibió; otras veces mis intenciones periodísticas son apoyadas por su sobrino Teobaldo, quien a fuerza de verlo y hablar con él a diario ha logrado graduar a la perfección los tonos de su voz para que su tío escuche en el primer intento.
–Aparte de la sordera, tampoco veo por el ojo derecho, me hacen falta 100 mil pesos para la operación.
–Entonces ya emparejaste a Diomedes –le replico, y me suelta de cerca una sonora carcajada que me recuerda que la noche anterior estuvo embriagándose con churro*.

El rancho tiene en la fachada un letrero que reza: “se vende esta casa urgente”, entonces la curiosidad hace que le indague:
- ¿Y por qué tanta urgencia? Teobaldo hace una pequeña intervención para explicar:
- Ese letrero lo puse yo, pa´ mamarle gallo a mi tío.
- Primero muerto, la casa no se vende –complementa Icho.

- ¿Y cómo es el asunto con Diomedes?, ¿se volvieron a ver después de eso?
- El último intento fue hace dos años que se presentó a cantar en el Festival Cuna de Acordeones, lo esperé hasta las 11 de la noche pero me venció el sueño, después me contaron que se montó a la tarima como a la 1 de la mañana; aparte, lo que pasa es que la gente es mala, muchas veces hemos estado cerca y van y lo pican; “por ahí está Icho, el que te fregó el ojo en Villanueva” –le dicen– yo pa´ evitar cualquier problema no me acerco, porque donde sepa que me va a jodé, voy yo y lo jodo primero.
- Pero no pasa nada –interrumpe nuevamente Teobaldo– yo una vez en Valledupar me fui de parranda con Diomedes y él le mandó a decir a mi tío que eso fueron cosas de pelaos, que más bien lo quiere ver, quiere un día de estos una reunión donde puedan sentarse con tiempo y hablar.

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Rafael María Díaz sintió pasar por su lado al grupo de muchachos, pero el cansancio no le permitió emitir saludo alguno, por eso prefirió seguir tendido en la hamaca. Había sido una jornada dura limpiando los potreros de la hacienda Guazara, siempre expuesto a la fuerte canícula y a cuanta plaga habitaba por allí. Con las fuerzas que le quedaban, levantó la mirada y notó que entre la manada de imberbes que rodeaba uno de los palos de mango cercanos estaba su hijo Diomedes.

Icho se había ido para el monte sin permiso de su mamá, Dilia Barreto, aprovechando que a la vieja le tocaba irse todos los días a lavar ajeno en una acequia llamada La Compañía. Estaba frustrado y hambriento, había sido un día malo para la cacería, parecía que los conejos, las iguanas y las palomas también estaban de vacaciones; era junio de 1967 y los muchachos aprovechaban el receso escolar para irse a aventurar por las fincas que rodeaban a Villanueva.
Veníamos con las manos vacías, estábamos muertos del hambre y de la sed –recuerda Icho– cuando llegamos al palo de mango notamos que había un racimo con fruta madura y propusimos un concurso: quien logre tumbarlo se queda con todo el tesoro. Diomedes se subió al palo, el resto se quedó abajo.
Los compañeros tiraban piedras y palos intentando tumbar el racimo, yo en uno de los bolsillos del pantalón tenía mi honda, le apunté y con la primera piedra le pegué, pero apenas se tambaleó; al segundo intento, Diomedes metió la cara y le di en el ojo derecho. La pedrada no lo hizo caer, pero aturdido se fue bajando despacio, y cuando llegó al piso notamos que del ojo le bajaban varios hilos de sangre.
–Y de ahí para adelante, ¿qué hiciste?. Icho se queda mirando hacia el piso como recordando, ya han pasado 20 segundos y no contesta; no te oyó –dice Teobaldo, entonces, en su volumen especial, le repite mi pregunta.
Cuando el viejo Rafa supo me correteó pero no me pudo alcanzar, yo duré dos semanas escondido, durmiendo en la casa de mi abuela, después supe que la señora Elvira, la mamá, había formado un escándalo y que no paraba de llorar, a Diomedes se lo llevaron para Valledupar y lo curaron, no lo volví a ver. Como a los 6 meses apareció en La Junta cantando: “una casa te daré con ventanas de cristal / y te la mando a adornar/ mil colores le pondré/…”; entonces, aquí en Villanueva estuviera muerto del hambre, la profesión me la debe a mí, por aquí vuelve y me toca sacarle el otro ojo pa’ acabá de completalo (suelta una nueva risotada etílica), ¿cómo te parece el cuento? –remata.


Contrario al rotundo éxito, la fama y los millones de pesos que ha recaudado Diomedes Díaz por su trabajo en la música, a Icho le toca rebuscarse limpiando tapetes, cojines y muebles. También lava carros y de lo poco que gana una parte la destina a los gastos normales de su casa, y una pequeña partida, para tomarse unos buenos tragos de churro. Su afición por el licor se la atribuye a su soltería: “Tomo ron para matar mis aburrimientos porque estoy quedao”. Cree que del incidente con Diomedes ya todo lo pagó, no en vano la vida le emparejó cuentas de sobra; primero se lo llevó por delante un caballo, después en una celebración de carnavales le rompieron la cabeza con un totumo que le arrojaron desde una camioneta, y hace poco un mototaxi lo arrolló.

A sus 62 años es poco lo que le interesa enderezar su situación económica, para los problemas pareciera que es suficiente recolectar lo de la botella y que suene un buen vallenato, independientemente si es de Diomedes Díaz o de otro que cante con sentimiento. La porción de fama que le tocó no fue la más importante, pero se conforma, no en vano también siente que algo aportó al éxito del artista más vendedor de toda la historia discográfica de Colombia.
Mientras me concentro en cualquier banalidad que me cuenta Teobaldo, noto que Icho desapareció. De repente sale del fondo de la casa mostrando la honda (cauchera) como si fuera un trofeo, y dice con fuerza:
Vela, esta fue, cuando le empareje el otro ojo a Diomedes la boto –y suelta nuevamente una carcajada. Ubica una botella plástica en una pila de arena y se pone a practicar tiro al blanco.
Al tiempo que lo observo caigo en cuenta que, a pesar de que ya pasaron más de cuatro décadas, tiene la puntería intacta.



*El término churro proviene de la ciudad de Ocaña  (Departamento de Norte de Santander) y se ha popularizado en la Costa Norte colombiana para designar el chirrinche que no es más que una bebida alcohólica destilada de forma casera e ilegal. Según la ubicación geográfica también conocida como ñeque, gordolobo, tapetuza o bole’gancho.


Click AQUÍ para ver las mejores fotos de Diomedes en la red.

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*PUBLICADO EN LA EDICIÓN NÚMERO 1494 DE LA REVISTA LATITUD DEL PERIÓDICO EL HERALDO DE BARRANQUILLA
http://www.elheraldo.co/revistas/latitud/el-verdugo-del-cacique-tuerto-75570

4 de marzo de 2012

“Me cansé de estar relegado”: Javier Chimá

Por: Gregorio Peñaloza S.
twitter: @pegnaloza


Las piernas volaron por el aire impulsadas por la ira. Todo el cuerpo parecía un misil dispuesto, sin que nadie pudiera evitarlo, a llegar directo al objetivo elegido: el impacto fue certero y dio justo en el blanco. El portero suplente del Junior de Barranquilla, Javier Chimá,  cayó al piso aturdido por el golpe en la cara y cuando reaccionó ya el infractor había desaparecido y sólo supo de él cuando vio las imágenes en el noticiero de la noche.



En su natal Barranquilla, Chimá evoca los tiempos de suplencia 
en el banquillo del Junior. Foto: José Beltrán. 

El bochinche se formó y yo entré a respaldar a mis compañeros. El difunto “Chomo” aprovechó que no lo estaba mirando y me conectó la famosa “patada voladora”. Menos mal que él no tenía taches de aluminio porque quién sabe hasta dónde me hubiera mandado, cuenta entre risas Chimá. Él fue uno de los protagonistas de la gresca en un famoso juego ante Pereira y llevó la peor parte gracias a la trepanación de cráneo casera que le propinó Norberto “Chomo” Cadavid.

Pero no hay mal que por bien no venga: al fin y al cabo su nombre apareció por todas partes. Fue de las pocas veces que se sintió titular, tanto en su equipo como en la prensa. En aquellos años ochenta los jugadores extranjeros tenían la prioridad y conformaban la columna vertebral de los equipos y Chimá fue víctima inclemente de esta condición. Si se le pudiera rotular, la categoría de “eterno suplente” sería el lugar común para describirlo.

En diciembre de 1.988 su paciencia se agotó. Con 30 años, edad donde los arqueros todavía parecen estar comenzando, se fue del fútbol para nunca volver y ese Chimá que había estado siempre bajo la sombra de los Carrabs, Goyén, Pogany, Carnevalli, Quiroga y otros tantos vio como la suerte por fin le sonreía. Producto de ser organizado, disciplinado y ahorrativo el “día después” lo esperó con cuatro taxis y una comercializadora papelera marchando a las mil maravillas.

Más tarde conformaría la empresa de mensajería que hoy en día dirige. Chimá logró siendo suplente, lo que muchos figurones del fútbol no pudieron, a pesar de ganar mejor y siempre haber sido tenidos en cuenta por el director técnico de turno.

Al fútbol y a su insípida historia siendo jugador del Quindío y Junior no les guarda rencor. Su obsesión por ponerse los guantes y atajar (así sólo fuera en los entrenamientos) lo ayudaron a sembrar y recojer lo que hoy disfruta en su natal Barranquilla al lado de su esposa y sus cuatro hijos. Fue el último en reírse y como en el adagio, fue el que más carcajadas terminó dando.

¿Cómo un jugador que siempre fue suplente pudo tener todo organizado en el momento de su retiro?

Siendo futbolista en la época que a mi me tocó no se ganaba bien. El fútbol no era una profesión que diera plata, sin embargo me favoreció que siempre fui organizado, ahorrativo y muy disciplinado. Un poco del dinero lo destinaba para vivir y el resto lo ahorraba y a eso súmele que estaba soltero y no tenía gastos tan fuertes. A pesar de ser suplente y no figurar y ganar tanto como otros, invertí bien lo poco que me ganaba. Cuando me retiré me sentí tranquilo porque tenía de donde agarrarme para seguir sobreviviendo.

¿Decide retirarse porque ya era hora o por la ausencia de una oportunidad?

En ese momento yo tenía 30 años y el técnico del Junior era Miguel Ángel “el zurdo” López. Todavía podía seguir mi carrera como futbolista porque un arquero a esa edad todavía es joven, pero me cansé de estar relegado, ya no tenía la misma motivación de otros tiempos en donde a uno lo único que le importaba era andar metido en el cuento del fútbol más allá de si era titular o no. Yo viví el hecho de ser suplente con mucha tranquilidad y nunca me desesperé y tampoco exigí que me pusieran a jugar. La oportunidad nunca llegó y por eso me fui sin hacer escándalo. Tengo la frustración de no haber sido una gran figura, eso es lo que uno sueña cuando es jugador de fútbol.


Esta imagen, del álbum del fútbol colombiano en 1986,
es un incunable.  Javier Chimá, de cortos, cuando
era jugador profesional


¿Fue duro tomar la decisión?

En principio sí, porque era meterse en la cabeza una cantidad de cosas: ya no ir más al club a entrenar y no viajar más con el equipo, entre otras. Pero gracias a que tenía todo organizado para iniciar una nueva vida, la idea se me borró rápido,  me puse a trabajar duro en mi nuevo proyecto y todo salió bien.

¿Sintió en algún momento que los técnicos eran injustos con usted?

En una oportunidad uno de los entrenadores que tuve me dijo que el arquero titular del Junior debía ser yo, pero que no me ponía porque no quería darle gusto a Edgar Perea. El fútbol también tiene esos ingredientes injustos pero nunca reclamé por eso. Yo iba y trabajaba como el resto de los jugadores y siempre tuve muy buena relación con mis compañeros y con los técnicos que me dirigieron. No guardo ningún resentimiento con nadie.

¿De cuántos arqueros fue suplente?

Bueno, no siempre fui suplente. En el año 1982 tapé 23 partidos y el suplente era Alcides Saavedra y en 1984 tuve que reemplazar durante 20 partidos a Esteban Pogany que se había lesionado. De resto me quedó bastante difícil pues siempre me traían un extranjero y ellos gozaban del favoristismo del técnico y la afición. Recuerdo a Carlos Goyén, Lorenzo Carrabs y a Carnevalli. ¿Cuándo iba yo a tapar con esos mostruos al frente? 

¿Qué fue lo mejor que le dejó el fútbol?

Los amigos. Conocí mucha gente gracias al fútbol y eso me ha servido hoy en día para mis negocios. Las relaciones que hice las aproveché luego, cuando me dediqué a crear mi empresa de mensajería. Tanto viaje, concentración y la poca fama que pude acumular durante 10 años de carrera como futbolista, me sirvieron para tener contacto con muchísima gente no sólo en Barranquila sino en todo el país.     

¿Por qué no siguió ligado al fútbol?

Me fui por otro camino. Tiempo después de mi retiro los directivos del Junior me propusieron ser entrenador de arqueros. La idea era bastante atractiva pero lo que me ofrecían en la parte económica no era interesante y yo ya tenía mis negocios organizados, entonces preferí luchar por eso. De todas maneras uno nunca se desliga del fútbol, yo sigo jugando con un grupo de amigos todos los sábados y en el colegio de mi hijo menor asisto a partidos que organizan con los padres. Ahí los alumnos se pelean porque quieren que yo tape en su equipo.

¿La gente lo reconoce en la calle?

Mucho, tanto por lo que hago hoy en día como por haber sido arquero del Junior. La ventaja es que cuando yo era jugador nos daban mucha prensa, los medios estaban encima del equipo, sacaban álbumes y eso ha cambiado; con decirle que yo no sé quién es el arquero suplente del Junior. Otra cosa es que el fútbol en Barranquilla perdió mucha afición cuando hicieron el Estadio Metropolitano. Cuando se jugaba en el Romelio Martínez a los aficionados les quedaba más fácil asistir por la cercanía. Otra cosa es que ahora la gente no va a ver el partido sino a recochar y eso aleja a los que como yo, vamos a disfrutar del partido en serio. Ya van a ser seis años que por ese motivo no voy a fútbol.

Resulta irónico que hoy a usted la vida le sonríe cuando a otros futbolistas que en su época gozaban de más dinero, oportunidades y fama no les pasa lo mismo...

Todo es producto de haber sido organizado, proyectar un futuro y nunca perder ese foco.

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Chimá, Javier de Jesús. Arquero de Junior (1980/1986). Jugó 31 partidos.
Así lo reseña el libro ABC del fútbol colombiano de Guillermo Ruiz Bonilla.


*PUBLICADO EN LA EDICIÓN NÚMERO 20 DE LA REVISTA FÚTBOL TOTAL




20 de febrero de 2012

180 pasos

Por: Gregorio Peñaloza S.
twitter: @pegnaloza

Me dejo caer el último rocío de loción y decido salir a patrullar el pueblo, doy marcha al motor del carro, prendo el aire acondicionado y tomo dirección hacia el sur. Al llegar donde muere la cuadra levanto la mano derecha para saludar a Yola quien responde a mi cortesía con una sonrisa, giro a la derecha y en menos de 10 segundos bordeo los muros altos del otrora Liceo Colombia, paro en la siguiente esquina. Estoy en la calle número 12.



El caño del Parque El Virrey en Bogotá, símbolo de la tragedia.
Foto: Gregorio Peñaloza.   



Por la plaza de tarde en tarde desfila la vida y con ímpetu se mueve el comercio de la cerveza, el whiski, los helados y las salchipapas. Es época de vacaciones, los estudiantes han retornado  y en las casas abuelos, padres, hermanos, tíos, primos y sobrinos acuden en desorden a la cita de la navidad y el año nuevo; con la llegada del último mes del año todo parece cobrar más vida, la brisa  está cargada de bulla y las calles se engalanan con muchachitas y jóvenes que se esfuerzan por estar bien presentados e impresionar por lo que llevan puesto; en cualquier patio o terraza se pueden escuchar las carcajadas que provoca un cuento echado con gracia y perfecta entonación, los equipos de sonido retumban con música de Martín Elías. A lo lejos distingo las notas de un acordeón que acompasado a la guacharaca y la caja amenizan una de tantas integraciones que organizan las viejas promociones de alumnos de los diferentes colegios. Averiguo por los acordeoneros de moda en el pueblo y me hablan de uno de apellido Herrera y otro que apodan Trombosis; aquí nació el vallenato y por ende no se escucha nada diferente.
Dentro de mi plan obligatorio de visitas recalo en la casa de Aurita Pavajeau, por eso con lentitud arrimo el carro paralelo a la fachada, apago el motor y me bajo. Sonriente me recibe Ana Milena a quien me une una reciente amistad. En La Villa las cosas son así, sólo ha pasado media hora  desde que me senté y sin darme cuenta comparto mi sitio de reunión con otros y otras que de a poco fueron llegando. De la esquina del lado aterrizaron tres muchachos y del fondo de la vivienda salieron Diana y Carolina las hijas menores de Aurita. Me detengo a pensar y concluyo que estoy rodeado de pelaos que no superan los 23 años, pero la mamadera de gallo está buena e inesperadamente ya hago parte del combo, mis 36 recién cumplidos pasan desapercibidos. Miro para la esquina de al lado, donde estaban antes los tres muchachos, y recuerdo que por algún motivo ajeno a los pasillos de mi memoria, durante la niñez, todos los diciembres asistía con mis padres a una fiesta que allí se hacía, una fiesta con todas las de la ley; es la casa de la señora Flor Gil, la abuela de Luis Andrés Colmenares Escobar. En el recuerdo la fiesta,….hoy pasividad, tristeza, luto y dolor.

  Las flores nunca faltan en la tumba de Luis Andrés, una de las más
  visitadas del cementerio de Villanueva. Foto: María José Pavajeau. 
De la casa esquinera propiedad de Flor Gil al cementerio, hay apenas 180 pasos de distancia, tal vez la misma cantidad de pasos que a la plaza central, tal vez la misma cantidad de pasos que al mercado, tal vez la misma cantidad de pasos que a la vivienda donde nací, la misma que hoy en día habitan mis padres. Miro otra vez en dirección a la esquina contigua y me inquieta una presencia que nos observa desde adentro a través de una de las ventanas laterales, sus ojos no apuntan a todo el grupo sino a alguien en especial. Me detengo nuevamente, pienso y creo entender lo que pasa, la que vigila es Oneida Escobar, hija de Flor Gil y mamá de Luis Andrés y Jorge Luis a quien cariñosamente llaman “yoyo”. Ya entendí por completo y me resulta obvio que no deje de mirar, le arrebataron sin pedir permiso un pedazo de alma y por el momento está dedicada a cuidar y conservar la otra mitad, la que todavía respira, camina, habla, sueña y siente, a ese que le dicen “yoyo” y que está sentado a mi lado. La entiendo, por eso no me incomoda que siga allí parada, vuelvo mis ojos hacia la mujer y pienso en mi mamá, su alma está dividida en 6 y creo que si a alguno de sus hijos le hubiese pasado lo que a Luis Andrés, también estuviera atenta desde su ventana.
 A Oneida no la conozco, ni siquiera le he dicho “buenas tardes”, pero su cara me la aprendí de memoria a fuerza de verla cargar su pena en la televisión, la prensa, la radio y las páginas de internet; mientras estuve de vacaciones en Villanueva apenas la vi parada detrás de la ventana de la casa de Flor Gil y creo que pude escanear parte de su dolor, ese que no se quita a pesar del ambiente de vacaciones y fiesta que vive el pueblo, ese mismo que se camufla detrás del gesto duro y la fuerza con que habla Luis Alonso Colmenares, ese mismo dolor que de a poco fue impregnando a todo el que conoció el caso del joven de la Universidad de los Andes que fue hallado muerto un día de hallowen.
Hoy, luego de 1 mes, ya no estoy de visita en casa de Aurita, ya no recibo la brisa fresca que baja desde el Cerro Pintao, no se escucha el acordeón y tampoco estoy de pantalón corto y sandalias;  son las 5:30 p.m. de un martes frio y me tomo un capuccino en el Café Milano de Bogotá, justo al frente del caño donde encontraron muerto a Luis Andrés Colmenares Escobar. A mi izquierda la carrera 15 atestada de carros me recuerda que por aquí también desfila la vida. Me inquietan el proceso y las investigaciones, me atemoriza la posibilidad de que el esfuerzo de Oneida sea en vano, me deja inconforme la opción de que no se sepa la verdad, me pasma la tranquilidad de Carlos Cárdenas, Jessy Quintero y Laura Moreno; al tiempo, me ilusiona que el rompecabezas se arme y castiguen a los culpables, que se sepa hasta el último detalle. ¿Qué importa que yo no conozca a Oneida?, ¿qué importa que ella no me conozca a mí?, nos une Villanueva y el deseo de justicia. Mientras escribo caigo en cuenta que tal vez, desde el carro de perros calientes que está en la calle 85 hasta el flaco riachuelo que se desliza por el caño del Parque El Virrey también hayan 180 pasos de distancia, la misma cantidad de pasos que hay desde la casa de Flor Gil hasta donde desfila la muerte en la cuna de acordeones, donde descansa el dolor de una madre, donde unos mal llamados “amigos” dejaron tirados los sueños y la vida Luis Andrés.



Desde Houston Sofía, Samuel, Santiago y Sara se unen al clamor de Justicia.
Foto: Alejandro Peñaloza.